El libro que presentamos es un comentario al evangelio de Marcos (Mc.), del biblista Francesco Mosetto, quien fuera presidente de la Asociación Bíblica Italiana en el periodo 1994-2002. Atendiendo a su haber bibliográfico, al presente comentario le precede otro volumen dedicado siempre al segundo evangelio (Le risonanze bibliche del Vangelo di Marco), solo que más monográfico, concentrando el estudio sobre cinco pasajes del texto. Y siempre en la misma línea del precedente estudio, Mosetto se propone ofrecer una lectura «canónica» de Mc., una lectura en la «sinfonía» de las Escrituras, por usar su término.
El libro está dividido prácticamente en dos secciones: (1) una parte introductiva, breve por cuanto a su carácter informativo se refiere (pp. 9-21), (2) y la sección mayor que corresponde al comentario del entero evangelio (pp. 23-276). Al final, se recoge una sucinta presentación bibliográfica ordenada en: estudios introductorios, comentarios modernos, comentarios patrísticos, estudios patrísticos y medievales, y estudios de exégesis «canónica».
La introducción presenta sintéticamente las cuestiones clásicas relativas a la estructura y al contenido del evangelio: el diseño narrativo, la cuestión del origen y formación, el autor y ambiente, el mensaje teológico y espiritual, la historia de la interpretación y cuestiones relativas al diseño del libro. Con un apartado a manera de justificación de todo el comentario y del método empleado concluye Mosetto la introducción. Con relación a esto, algunas palabras dedicaremos más adelante. Del resto del conjunto abordado por el autor, sobre todo dos cosas merecen la atención dada su importancia: la primera, la cuestión de la datación y ambiente en que se coloca el evangelio y, la segunda, el origen literario.
Mosetto se hace eco de la situación particular de la recepción de Mc. Como el resto de evangelios, Mc. se presenta como una obra anónima, pero a diferencia de la atención e interés que en los últimos años acapara, su suerte otrora fue completamente diversa. En la antigüedad no fue objeto de gran consideración; su presencia es escasa o casi nula, ya sea en el uso litúrgico como en los comentarios de los primeros autores cristianos. La atribución a Marcos como autor llega por via «secundaria», el testimonio más antiguo es el de Papías de Hierápolis, entorno a la mitad del siglo II, recogido por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica. Eusebio aduce que, en el prefacio a una obra titulada Explicación de las sentencias del Señor, Papías afirmaba que Marcos fue el intérprete de Pedro, y tras la muerte de este y sobre la base de su predicación compuso el evangelio (cf. h. e. 3,39,14-16). La tradición llegó a identificar Roma como lugar de composición y a Marcos con Juan Marcos, el personaje que comparece en Hechos de los Apóstoles como compañero de Pablo y Bernabé, y más tarde de Pedro. En la actualidad, sin embargo, no existe un acuerdo unánime sobre la identidad del autor del segundo evangelio.
La tesis predominante desde la antigüedad partía de Mateo (Mt.) como el evangelio más antiguo y consideraba Mc. como una síntesis – abreviación – del primero, hecho que justifica la preponderancia de Mateo dentro de los elencos y códices más antiguos, indicativo de su recepción extraordinariamente positiva en la literatura cristiana primitiva que lo reconocía ciertamente como el «primer evangelio». Es hasta inicios del siglo XX que Mc. deviene objeto de mayor atención y bajo ciertos criterios los estudiosos coinciden en considerarlo el primer evangelio escrito y una fuente primaria de información de la cual se sirvieron Mateo y Lucas.
Según la visión más común, todavía hoy, Mc. habría sido compuesto en Roma en la segunda mitad del siglo I. El estudio crítico ha añadido a esta noticia otros datos que parecen favorecer un origen romano. Entre ellos, el uso de algunos latinismos (por ejemplo, Mc. 12,42; 15,16), la explicación de algunas costumbres tipicamente judías o el clima de adversidad, que encaja con la persecución de Nerón. Pero esta visión se ha cuestionado, observando el carácter apologético de la temprana vinculación con Pedro y con Roma, así como el insuficiente valor demostrativo de los datos internos aducidos a favor de dicha vinculación. En este sentido, se echa de menos una presentación por parte de Mosseto, del status quaestionis actual y de la nueva propuesta que se ha ido abriendo paso sobre la ubicación de Mc. En una introducción, es un elemento de primer orden, para el autor como para el lector. En vista de tal vacío, trazamos unas líneas.
La investigación de los últimos años ha dado paso a una nueva propuesta que sitúa la composición de Mc. cerca de Palestina. Si bien minoritaria al principio, esta propuesta se ha ido reforzando sobre la base de argumentos cada vez más sólidos, razón por la cual exige ser tenida en consideración a la hora de explicar la situación histórica en que fue compuesto Mc., y a la hora de comprender su propuesta como relato. Los principales argumentos para la nueva localización parten de una premisa: la guerra judía y sus efectos en las regiones cercanas a Palestina son el contexto vital. Diversos autores han corroborado esta premisa con nuevos datos, contribuyendo a crear un nuevo consenso. Aunque la identificación precisa del lugar es aún discutida, la mayoría de los autores que vinculan Mc. con la guerra judía coinciden en situarlo en la región de Siria, un entorno en el que dicha guerra tuvo un impacto directo. Los principales indicios que lo relacionan con la guerra judía se encuentran en los capítulos finales del evangelio (cf. Mc. 11–16) y, de forma particular, en el capítulo que incluye el «discurso de despedida» (cf. Mc. 13). Recientemente se han añadido nuevos argumentos a favor de la ubicación en Siria –Christopher Zeichmann, por ejemplo– después de la guerra del 70. Estudios de tipo lexico-gráfico sobre el uso de palabras latinas en textos griegos del siglo I muestran que los latinismos de Mc. se explican no con relación a Roma sino con relación a Siria. Por otra parte, análisis sutiles del célebre episodio de Mc. 12,13-17 (dad al César…) en las políticas fiscales de la época y en la acuñación de monedas que circulaban en la Palestina del siglo I, hacen concluir que Mc. no pudo haberse escrito antes del año 71.
El segundo elemento de la introducción que merece ser reseñado es el del origen y composición del evangelio. El perfil estilístico de Mc. es el de una obra caracterizada por un lenguaje simple, escrita en un griego diríase popular que se deja ver carente de sintaxis y de formas estilísticas, hecho que explica fenómenos internos como la parataxis en la coordinación de los periodos o la excesiva recurrencia de particulas para introducir o proseguir la narración. Esta pobreza de estilo podría ser el origen de la escasa atención que ha recibido por parte de los autores de la antigüedad cristiana. En contrapartida, sin embargo, la narración se presenta paradójicamente diáfana, un elemento que concede a Mc. un estilo desenfadado y preciso.
Mosetto se encarga de señalar con claridad que Mc. se inserta dentro de una cadena de transmisión. En un complemento de la preponderancia marcana en el consolidado esquema de la hipótesis de la «doble fuente» es indispensable tener presente que no obstante su antigüedad, Mc. es heredero de materiales orales y de elementos que cristalizaron en colecciones escritas en una fase previa a su obra. Posiblemente el núcleo inicial estuviera compuesto por un relato de la pasión, al que se sumaría un material tradicional que llegaba al autor en colecciones de parábolas, milagros y controversias, hoy perceptible en el relato. Todo este cúmulo habría sido elaborado y completado con un material (tradicional) propio y organizado al interno de una trama, inserta dentro de un marco espacio-temporal con vista hacia aquello que está en el origen del proyecto marcano: la pasión. Siendo posible, por tanto, distinguir dos fases en el itinerario de la misión jesuana: la fase galilea (1,1–8,30) y la fase jerosolimitana (8,31–10,52), sirviendo de gozne el interesante episodio ambientado en las inmediaciones de Cesarea de Filipo (cf. 8,27-30).
Mosetto identifica dos arcos narrativos: el primero se abre después de la misión del Bautista, dando inicio a la primera fase de la predicación jesuana, y se prolonga hasta el capítulo tercero, con el firme propósito que urden el partido de los fariseos y la facción de los herodianos de eliminar a Jesús; mientras que el segundo arco, se extiende desde este mismo capítulo hasta 6,6, con la institución de los Doce y la incomprensión de Jesús por parte de sus parientes. La denominada «sección de los panes» (6,6b–8,26) alberga una serie de episodios: comprende la multiplicación de los panes, la travesía por el mar de Galilea, la discusión sobre el pan y una curación. Entretanto la narración discurre, la curación del ciego de Betsaida (8,22-26) sirve de preparación a la confesión de Pedro en 8,27-30, momento en que el evangelio alcanza el punto final de la primera parte y el punto de arranque de la segunda.
La sección de 8,31–10,52 es el camino de Jesús a Jerusalén, divida en tres momentos, los tres anuncios de la pasión (8,31-33; 9,30-32; 10,32-34), cada uno de los cuales es ocasión de catequesis sobre el discipulado; junto al milagro del joven epiléptico, en el itinerario tiene lugar la enseñanza sobre el escándalo y el divorcio. El episodio de la transfiguración en 9: 2-8 se presenta como destello en la sección junto con la curación de ciego Bartimeo, el cual, una vez curado sigue a Jesús en el tramo que le queda hacia Jerusalén. En la sección siguiente, propiamente jerosolimitana (11,1-12. 44) tienen lugar el ingreso a Jerusalén, signo profético sobre el templo, una serie de disputas (cinco en total) y el episodio de la viuda en el templo que introduce el conocido capítulo 13, el único discurso que registra Mc. La narración fluye hasta desembocar en su punto culminante, la pasión (14-15), con los momentos preliminares del gesto de unción en Betania, la conspiración de las autoridades y la complicidad de Judas en el complot, «última cena», la traición de Judas, la oración en Getsemaní, seguido de los momentos finales de la captura, el juicio religioso-político a Jesús y, finalmente, la condena, ejecución, muerte y sepultura. A modo de conclusión, se encuentra el relato de la resurrección (1,1-20).
La segunda parte es el comentario del evangelio y ocupa, como es lógico, la mayor extensión. Los 16 capítulos que integran Mc. son tratados por perícopas: 1,1-45; 2,1-3. 6; 3,7- 35; 4,1-34; 4,35–5,43; 6,6b. 29; 6,30 –8,26; 8,27–10,52; 11,11–12,44; 13,1-37; 14,1-15. 47; 16,1-20. Para el comentario de cada perícopa Mosetto sigue el mismo esquema, articulado en cinco secciones: (1) texto en traducción: el autor reporta la traducción CEI (2008), si bien reconoce que no es una traducción rigurosa del texto griego, al menos se presenta fiable; (2) comentario exegético: sin entrar en cuestiones de orden histórico-crítico, redaccional o narrativo, Mosetto presenta un sumario comentario exegético del texto, donde es necesario recurrir a explicaciones de tipo filológico; (3) paralelos sinópticos: el apartado es funcional al lector, ya que permite ver la recepción de un mismo hecho al interno de la tradición sinóptica o del evangelio de Juan, cuando es el caso; (4) comentario patrístico: una pequeña muestra de cómo los autores antiguos han léido el evangelio, entre estos sobresalen Jerónimo y Beda el Venerable, con menor recurrencia el Crisóstomo y Ambrosio; finalmente, (5) excursus: en realidad se trata de un ejercicio de intertextualidad con la finalidad de identificar resonancias del texto dentro del horizonte bíblico, del Antiguo y Nuevo Testamento. Dos son las razones, según anota el autor: la continuidad y la unidad de la palabra de Dios, y la coherencia y unidad entre todos los escritos canónicos del Nuevo Testamento.
Como bien nota Mosetto de Mc. en general, la narración dirige la atención a ciertos elementos que proporcionan fuertes tensiones y acentuados contrates. El más característico es el llamado «secreto mesiánico». Pero también hay otros. El rechazo que experimenta Jesús por parte de sus coterráneos, los comportamientos y reacciones de Jesús ante los personajes y situaciones que entran en contacto con él; Jesús mismo se presenta como una figura de contrastes, por una parte su doctrina resulta novedosa a los oídos de quienes lo escuchan, tanto que su fama se difunde de inmediato, pero también suscita los más severos sobresaltos y reacciones en sus interlocutores; mientras su identidad suscita constantes preguntas entre su círculo de seguidores, es notablemente clara a los demonios y a los personajes que puntualmente entran en contacto con él, incluso en la fase crítica de la ejecución, como el centurión en cuya boca aparece la declaración más solemne que reafirma la propia declaración del evangelista al inicio de su obra.
En este punto queda solamente pendiente decir algo sobre el método empleado, que es prácticamente aquel de la interpretación «canónica». Pero más que el método, es la justificación que el autor ofrece. Aunque Mosetto reconoce que su trabajo no alberga la pretensión de proponer una exégesis y mucho menos una exégesis bajo el perfil de una lectura «canónica», su justificación orbita en esta línea interpretativa. Subyace la clásica etiqueta a la exégesis crítica: la tendencia a hacer desparecer el sentido de unidad de la palabra de Dios. Como fundamento se cita el famoso número 12 de la Dei Verbum, donde – con motivo de una «exegesis canónica» – se enuncian tres principios. Y es justamente el segundo de estos el que se ha colocado en el centro de un acalorado debate bíblico en los últimos años: el principio que aboga por situar cada texto «en la unidad de toda la Escritura». En la reivindicación de tal principio, el entonces cardenal Ratzinger, después Benedicto XVI, lo llamó «exégesis canónica». Curiosamente, de su época al frente de la Doctrina de la Fe, vio la luz en el 1993 el famoso documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, el cual, habla, no de «exégesis canónica», sino de «acercamiento canónico». Al margen de esta importante cuestión, una pregunta sigue en pie: «Tener en cuenta la Escritura», como afirma Dei Verbum equivale necesaria y exclusivamente al acercamiento o exégesis canónica? Es posible que existan otras formas de incluir seriamente la unidad y el contenido de la Escritura.
En esta discusión, B. S. Childs, ha sido uno de los autores más prolíficos del acercamiento canónico. Más que exegético, su punto de partida es teológico, y no es otro que el malestar que le producía el método histórico-crítico debido a lo que él llamaba la «esterilidad teológica». De ahí su defensa: lo que realmente importa es el estudio del texto tal como se encuentra y donde se encuentra, sin importar su evolución. En consecuencia, es sumamente reacio a denominar «método su propuesta». Su interés era establecer la perspectiva correcta para una justa «interpretación teológica».
De acuerdo con Mosetto en que la intertextualidad se presenta una operación rica; es legítimo establecer una relación entre los textos que componen el Canon. Sin embargo, el problema que emerge es que tal intertextualidad se presenta como un paso obligatorio - conditio sine qua non - para que el texto literario funcione como texto sagrado. En otras palabras, solo este acercamiento posibilita una lectura teológica de la Biblia. Un planteamiento de este tipo no parece convincente. Prácticamente es cerrar a priori no solo la labor exegético-crítica sino que, absolutizando la interpretación considerada canónica, se niega la interpelación teológica que pueda plantear la exégesis.
G. Aráuz, in
Augustinianum 61/1 (2021) 277-282